“LA MATANZA… DE MOROS”
El Comandante Interventor del Sáhara era, en 1974, un personaje único e irrepetible.
He leído, en algunos relatos, que el ángel de la guarda hizo horas extras en el Territorio. Lo ratifico.
Nada más jurar bandera fui destinado al regimiento Mixto de Artillería 95, en El Aaiún. Habían ido mis padres y mi novia a la Jura de Bandera y pensaban quedarse unos días conmigo. Tenían unas habitaciones en el Parador y estábamos todos pendientes de que me diesen el oportuno permiso para poder ir a pernoctar con ellos. Pero ese no era mi mayor problema. Mi mayor problema era saber qué era lo que me esperaba para los próximos doce meses de mi vida militar en el Sáhara.
Al día siguiente de la Jura llegamos al acuartelamiento, desde el BIR, vestidos de bonito pero sin el “cinturón de paseo”. Este complemento del uniforme pertenecía no al soldado sino a las unidades y hubo que dejarlo en el campamento. Nos bajaron de los camiones, nos separaron por baterías y un ¡Cabo Primero! comenzó a pasar lista. Pronunció mi nombre y mi primer apellido: “¡Manuel Guadaño…!”. “¡Tajuelo!” respondí yo. “Asi que tu eres Manuel Guadaño, ¿no?. ¿Mannnnolito? ¡Vaya, vaya!” Respondió el ¡Cabo Primero! con una indescifrable sonrisilla en la comisura de los labios. Me temblaban las piernas. ¿Qué habría hecho yo para que aquel primero se fijase en mí? Al romper filas entramos en el catenárico, cargados con nuestros petates. Me cogió por el cuello en la puerta. “Tu sabes quién soy yo?” Yo no podía ni hablar. “No lo sabes?” Me preguntaba repetidamente y yo ya no era capaz de negar ni con la cabeza. Por fin me dijo: “Soy Rafa. Rafa Blanco”. Yo no sabía quién era Rafa Blanco. “¿No sabes quién soy?” Ya tuve que aceptar que no, que no lo sabía. Y me aclaró que era el novio de la hermana de una antigua novia mía a la que me había encontrado pocos días antes de irme al Sáhara. Se lo había comentado a su hermana y la hermana al tal Rafa Blanco. Se licenciaba ya. Me dio un cinturón de paseo y me arregló en media hora el pase para irme con mis padres.
Y me dejó, en la Intervención Militar, el puesto que él dejaba al licenciarse. Me incorporé al destino, muy cómodo con pase para salir fuera de horas, una oficina pequeña, pegada por detrás a Artillería, con lo cual estaba al lado del Regimiento, con un aseo en el que, con más o menos equilibrio, te podías duchar todos los días porque siempre había agua y donde evitabas las letrinas y la taza turca, ya sabéis.
Mi primer día en la Intervención sirvió para conocer al Brigada Viguera y a los compañeros. Había una actividad febril. Estaban actualizando las pensiones de los antiguos Tiradores de Ifni, nativos de mediana edad que habían servido al Ejército Español en Sidi Ifni. Tenían que traer el carnet de Identidad y una fotocopia que les legalizábamos, con una póliza de 5 Pesetas (Sellou pulissa hansa peseta). Las colas eran interminables, los nativos se agolpaban en el pasillo del edificio que compartíamos con los Juzgados Militares. Saltándose la cola irrumpió en la oficina una alta figura ataviada de nativo. “Y tu, ¿qué quieres? Ponte a la cola” le dije. “¿Qué que quiero?” Me contestó en perfecto castellano. “Quiero firmar, Manolo. Soy el Interventor” Me quedé petrificado. El Brigada Viguera más. Se quitó el turbante y reconocí en aquellas facciones curtidas por el sol detrás de una barba, a Rafael Álvarez Vicent, compañero eventual de correrías, más o menos golfas, de las noches de Madrid. Efectivamente, el ángel de la guarda hace horas extras. Y el destino también.
Manteníamos una respetuosa relación de soldadito a comandante con independencia de algunas tardes de risa y borrachera en su casa del Barrio Canario. Tenía el comandante un Citroen Mehari al que las cabras y el viento del desierto le habían raído la capota y llevaba en la guantera un extraño pececito autóctono del desierto que era capaz de sobrevivir durante horas fuera del agua. Cuando venía a la Intervención salíamos a echarle un vaso de agua y se ponía tan contento.
El Comandante Interventor vivía en el Barrio Canario, como ya he dicho, en una casa árabe, con terraza y bóveda. En la terraza tenía una curiosa fauna: dos gacelas, hamsters, jerbos… y abajo, en la fuente del patio pasaba las noches el extraño pececito. Incorporó, después, un pequeño fenec que sacamos de matute del zoo y tenía, en una damajuana verde y panzuda, una lefa. Se escapó. Vino una mañana a buscarme a la oficina: “Manolo, se me ha escapado la lefa por casa. ¿Qué hacemos?” para seguirle el rastro nos fuimos al economato del Tercio y compramos un saco de harina de cinco kg y nos fuimos a su casa. Por el camino recogimos un palo largo, con una horquilla en la punta. Entramos los dos con más miedo que vergüenza, yo con el palo y el saco de harina. Él con la pistola. Regamos todo el suelo de harina, desde el fondo de la casa hasta la calle, cerramos la puerta y nos marchamos. El a dormir unos días en la Residencia de Oficiales y yo al cuartel. Íbamos todas las tardes, palo y pistola en mano, a ver si la serpiente dejaba alguna huella. Al cabo de cuatro o cinco días conseguimos localizarla, capturarla con el palo y restituirla a su damajuana, de donde, con una arpillera bien sujeta a la boca del recipiente, no volvió a salir. La alimentábamos con algunos de los muchísimos hámsters y jerbos que pululaban por la terraza.
Una mañana me vino a buscar. Se había muerto el gacelo. Quería recuperar la piel y la cabeza, para disecarla. Organizó una cena en su casa de carne (no de gacela) papas y mojo picón y después de cenar nos pusimos a la faena de despellejar a la gacela y separar la cabeza para naturalizarla. Pese a que me prestó una camisa de cuadros, que me puse por encima del uniforme y que me llegaba a las rodillas, él era un hombre delgado enjuto de más de un metro noventa de estatura y yo no paso del metro setenta, terminé lleno de salpicaduras de sangre. Entre el trabajo de despellejar al animal, los roncitos y la conversación nos dieron más de las cuatro de la mañana. Me llevó al cuartel. Al encarar la explanada que había delante del Regimiento ya se oyó la voz del centinela dando el alto. Nos bajamos del coche y nos acercamos al cuerpo de guardia. El Comandante, vestido con unos pantalones vaqueros y una camisa se identificó ante el Cabo de Guardia que se vio en la obligación de avisar al Oficial de Guardia, un subteniente. No era Suanzes, pero no consigo recordar su nombre. Le avisaron y salió. El Interventor le dijo: “ya lo sé, ya lo sé, son más de las cuatro, pero al Primero no le digas nada porque ha estado de servicio conmigo.” El subteniente nos miró a los dos, cuando menos sorprendido al vernos llenos de sangre de la cabeza a los pies y pregunto, tímidamente, que qué clase de servicio había sido para venir tan tarde y tan llenos de sangre. “Venimos de matar moros” respondió el Comandante. “Al Primero no le molestes, que viene muy cansado”. Y, dando media vuelta, se montó en el Mehari y se perdió en la noche, ondeando al viento los jirones de la capota. Y yo me fue andando ligero en dirección a mi jaima, al fondo del catenárico de la batería de destinos. “¡Primero, primero!” me llamaba a voces el subteniente. “Mañana, mi subteniente, mañana, que estoy agotado…” Me estuvo persiguiendo hasta que me licencié, intentando saber la verdad de aquella sangrienta noche. Tanto me estuvo persiguiendo que, cuando salía dirección al aeropuerto el día que volvía a casa después de quince meses estaba en la puerta del Regimiento y fue la última persona con la que hablé en el cuartel de Artillería. La conversación fue, más o menos así: “Primero, ¿no me vas a contar qué hiciste la noche aquella del Comandante?” Dejé la maleta en el suelo, le miré a los ojos con la alegría que te da saber que ya has cumplido, ya has acabado y te vasy le dije: “Si señor. Estuve matando moros”. Me agache, cogí la maleta y me alejé, caminando, de donde había pasado quince meses de mi vida.
Guadaño, Manuel. 04-01-2009
REMIX B
El Aaiún. 1974-1975
Otros relatos del mismo autor:
Relato 062a.- “EL ZOO DE ARTILLERÍA”
Relato 062b.- “LOS ESCORPIONES”
Relato 062c.- “LA MATANZA… DE MOROS”
Relato 081.- “GOLPE DE CALOR”
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