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Ifni Publicado el 23 / 05 / 2010 20:51:40
"Operación voladura" (Reportaje publicado en El País el 25-2-2001) Angel Luis de la Calle Un grupo de militares españoles diseñó un plan para volar el Parador de El Aaiún donde se alojaban los dignatarios marroquíes encargados del traspaso del Sáhara occidental, en 1975; un atentado que podría haber cambido el curso de aquellos acontecimientos.
El antiguo parador español de El Aaiún, ahora convertido en un hotel marroquí. Pepe El Boli era un tipo fantástico. Pertenecía a la estirpe de los aventureros y regentaba, con éxito, un local de usos múltiples en El Aaiún. El Oasis era un poco de todo: lugar de encuentro, burdel, restaurante de ocasión, sede de tremendas timbas de póquer, bingo... Recuerdo bien las ocurrentes y procaces rimas con las que las suripantas respondían, a coro, el anuncio de los números de las bolas loteras. ¡Siete...! ¡Veintiocho...! ¡Treinta y cinco...! La dotación femenina de El Oasis estaba sometida, como casi todo en aquellos meses finales de la presencia española en el Sáhara, a control militar. Un oficial, a quien todos identificábamos como comandante Panta (por su parecido con uno de los personajes de la novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa), que había formado parte de la exigua representación castrense española en la guerra de Vietnam, se ocupaba regularmente de la labor de reposición de las carnales servidoras. Pepe El Boli, cuidadoso en todo momento de aquellas chicas, alimentaba un sueño imposible: regresar pronto a su Andalucía del alma y colocar en Despeñaperros una verja muy grande, custodiada por un guardián cuya única misión consistiría en impedir sin miramientos la entrada de todo aquel que expresara el menor deseo de trabajar. El Oasis era también un centro de conspiración, aunque de segunda clase. Allí desahogaba sus frustraciones la variada tropa residente en la zona. Para los rangos más altos, los sitios preferidos de cabildeo eran, por este orden, el Casino Militar y el Parador Nacional. En los tres era fácil detectar la enorme indignación producida por los Pactos de Madrid, considerados por la mayoría de los jefes y oficiales con mando en el Sáhara una ominosa claudicación de España ante la presión marroquí de la Marcha Verde. Ese estado de ánimo era el producto final de una serie de imposiciones emanadas desde el Gobierno de Carlos Arias Navarro, cuyo efecto sobre la dignidad profesional, y aun patriótica, de los mandos militares era altamente pernicioso. Obligados a sembrar de falsas minas amplias zonas colindantes con territorio marroquí; forzados a aceptar un absurdo concepto de frontreras estratégicas para retrasar sus posiciones y permitir que los integrantes de la Marcha Verde cumplieran la orden de Hassan II de pisar tierra saharaui; desplegadas de forma espectacular las unidades de la ATP 12, con sus obuses apuntando a Marruecos, aunque con munición menos que escasa... muchos militares consideraban que estaban siendo utilizados por el poder político para una componenda que no era otra cosa que puro entreguismo. Con toda seguridad, en alguno de los tres centros conspirativos citados se fraguó un plan, a todas luces subversivo, que, de tener el desenlace previsto, podría haber cambiado el curso de aquellos acontecimientos. Del episodio, poco conocido hasta ahora, fue testigo, e incluso partícipe involuntario, este cronista, destacado en el Sáhara por el diario Informaciones para cubrir aquel tormentoso proceso de descolonización. El desencadenante fue, sin duda, la arrogante presencia en El Aaiún de decenas de altos funcionarios marroquíes y mauritanos llegados a la ciudad para hacerse cargo de la administración del territorio. La convivencia entre estos delegados y los guerreros que tan sólo unos días antes habían estado dispuestos a arrasarlos con sus cañones autopropulsados era imposible la ofensiva y los incidentes menudeaban. En este caldo de cultivo arraigó la idea, ignoro por cuántos secundada, de mostrar de manera contundente a Madrid y a Rabat el grado de indignación de buena parte del estamento militar español. El plan consistía en volar el Parador Nacional de El Aaiún, donde se alojaban los dignatarios marroquíes y mauritanos encargados de la transición. Ricardo Ramos, creo que entonces comandante, segundo en el mando de la ATP 12, a cuyo frente estaba el que luego sería tristemente célebre el golpista coronel San Martín, tomó a su cargo la operación. Amparado en cierta proximidad amistosa, Ramos, conocedor de mi calidad de huésped del Parador, me contó que era cosa decidida el atentado. Aquel aguerrido artillero me había pedido en varias ocasiones, semanas atrás, que le cediera mi cuarto para lo que yo entendí, con la malicia propia del caso, como alguna aventura amorosa. No era tal. Se trataba de examinar, desde dentro, el escenario de la acción. Cuando el guión estuvo escrito, Ramos y el sargento artificiero Fabregat me hicieron saber que habían elegido mi habitación, la número 11, primera planta, para situar una de las cargas explosivas, cuyo efecto sería completado con otras que colocarían en la batería de bombonas de butano ubicadas en un patio del Parador, lindante con las cocinas. Además de expropiar lo que había sido mi vivienda durante los últimos seis meses, Ramos me enjaretó la tarea de alertar a mi amigo Antonio Embiz, director del hotel, para que éste tomara las precauciones oportunas y evitar daños a los españoles y sus bienes a alojados o trabajadores en el establecimiento. Con el aturdimiento propio del caso y una cierta sensación de habernos metido de la manera más idiota en un asunto muy complicado, se cumplieron discretamente las instrucciones y todos sacamos del Parador pertenencias y pertrechos. Tengo dudas sobre la fecha exacta fijada para la voladura, pero no pudo ser en ningún día lejano al 20 de noviembre de 1975. Digo esto porque, con la desazón que me producía el asunto, viajé a Madrid para informar a mi director, Jesús de la Serna, sobre el tema, recibir instrucciones y, si era posible, algún consejo. Volé desde Las Palmas el 18 de noviembre; al día siguiente me recibió De la Serna, y por la tarde, descargada mi conciencia y serenado el ánimo, me fui a La Paz, donde agonizaba Franco. Recuerdo vívidamente que allí vi a tres colegas y amigos ya desaparecidos, Manolo Alcalá, José Luis Aguado y Alfonso Sánchez, y a mi paisana Marisa Flórez, quienes me informaron de que la vida del jefe del Estado no se prolongaría más allá de unas horas. Aguado tenía una hija enfermera en la planta del caudillo y su información era exacta. Esa madrugada, que pasé en el viejo edificio de la calle San Roque junto a José Luis Martín Prieto, a quien desperté de su sueño en algún sofá de los despachos de dirección, y del teletipista, no recuerdo si Carlos Prieto o Juan Tortosa, en efecto, murió Franco. Al día siguiente regresé al Sáhara, ciertamente extrañado de no haber tenido ninguna noticia espectacular fechada en El Aaiún. Cuando llegué, me informaron de que, descubierta la conjura, habían obligado a Ramos y a Fabregat a desmontar el entramado. Me refirieron con algún detalle cómo un comandante de la Policía Territorial, (estoy casi seguro de que se apellidaba Labajos) y el propio Ramos habían sostenido al amanecer una tensísima reunión en uno de los patios interiores del Parador. Kaíto, como se conocía cariñosamente al artillero, se negaba a desactivar los explosivos y prometía a Labajos una muerte segura para ambos si no se marchaban de allí de inmediato. No he podido averiguar nunca las razones exactas que utilizó el enviado para convencer a Ramos. El caso es que se evitó la voladura. Las cargas fueron explosionadas aquella misma mañana en el cauce seco de la Saguia y la detonación se oyó en todo el contorno. Ramos y Fabregat quedaron bajo arresto y pocos días después fueron trasladados a la Península, donde, sin mucho ruido, creo que pasaron algunos meses en un castillo. Epílogo a la Operación Voladura. (Publicado en El País el 14-3-2001) RICARDO RAMOS UNAMUNO | Bilbao El artículo de Ángel Luis de la Calle (suplemento Domingo del 25 de febrero de 2001) sobre la retirada española del Sáhara hace 25 años es de una gran exactitud. No obstante, deja planteado el interrogante sobre los motivos de no haberse producido la voladura planeada del Parador Nacional de El Aaiún. A las siete de la mañana del día 20 de noviembre, las cargas explosivas estaban ya colocadas y los detonadores activados. Las casas próximas al parador habían sido desalojadas durante la noche. Sólo faltaba evacuar al personal de servicio, consistente en siete camareras españolas, y prender fuego a la mecha Bickford. Pero una patrulla de Policía Militar, a las órdenes de un comandante, impedía la salida de las muchachas. Se le intentó convencer de que la mecha estaba ya encendida y de que pocos minutos faltaban para la explosión. No se lo creyó, y con razón. Hubo que abandonar el proyecto y cumplir con el consiguiente arresto en el castillo de San Felipe. Medida disciplinaria muy benigna, ya que, de acuerdo con el Código de Justicia Militar, el militar que por su intervención personal provoque el estado de guerra entre España y una potencia extranjera será pasado por las armas. Por ironías del destino y retirado hace ya muchos años, resido ahora en Bilbao, en donde por todos los medios intento explicar a mis medio paisanos que colocar explosivos no es rentable. Los últimos del Sáhara. (Reportaje publicado en El País el 25-2-2001) La retirada del Sáhara hace 25 años IGNACIO CEMBRERO Bandera española arriada en Villa Cisneros el 13 de enero de 1976. 'El Gobierno español ha puesto término definitivamente a la presencia de España en el Sáhara Occidental', rezaba el 26 de febrero de 1976 un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores. Driss Basri, el que poco después se convertiría en el todopoderoso ministro del Interior de Hassan II, avanzaba con su séquito por uno de los pasillos del Parador Nacional de El Aaiún. En dirección contraria caminaba un puñado de legionarios españoles. Nadie se apartó para dejar paso al otro grupo. Los hombros se rozaron. Apenas empezaban a alejarse cuando los militares gritaron al unísono: '¡Fuera Marruecos! ¡Viva el Polisario!'. Nadie empuñó un arma, nadie profirió amenazas, pero el incidente, ocurrido a principios de diciembre de 1975, era revelador de las relaciones que mantuvieron los militares españoles que preparaban su salida del Sáhara Occidental y los marroquíes y mauritanos que se disponían a administrarlo. El 14 de noviembre de 1975 había sido suscrito el acuerdo tripartito de Madrid, que, de hecho, traspasaba el grueso de la colonia española a Marruecos y un tercio a Mauritania. Once días después desembarcaba en El Aaiún la primera avanzadilla marroquí con el futuro gobernador, Ahmed Bensuda, a la cabeza. El 12 de enero, el Ejército español salía del territorio y el 26 de febrero de 1976 -mañana se cumplirán 25 años- una nota oficial anunciaba que 'el Gobierno español ha puesto término definitivamente a la presencia de España en el Sáhara Occidental (...)'. Durante aquellos tres largos meses de traspaso de poderes, 'los oficiales españoles se sintieron traicionados por el Gobierno', recuerda César Goas, entonces capitán de tropas nómadas encargado de la protección de una parte de la cinta transportadora de Fos Bucraá, la empresa pública de extracción de fosfatos. 'Los militares éramos partidarios de seguir allí siempre y cuando los saharauis no nos rechazasen'. Los nacionalistas saharauis acosaban de lejos con disparos de mortero a los españoles, pero 'empezaron a cambiar de enemigo', asegura Javier Lobo García, entonces comandante del grupo nómada número 1, también destinado por aquellas fechas en Fos Bucraá. Pronto se dio, además, la orden de no perseguirles 'porque imperaba el criterio político de evitar a toda costa derramamiento de sangre española'. Otros saharauis, los que aún no habían querido licenciarse del Ejército español, siguieron hasta el final. 'Eran ya pocos y nos despedimos de ellos con harto dolor de nuestros corazones el 28 de diciembre de 1975', rememora Lobo. 'Hubo pocas palabras, pero nuestros rostros estaban tristes'. 'Tenían preparados sus Land Rovers y pusieron rumbo a Tinduf', (suroeste de Argelia) mientras el grupo nómada se dirigía a Villa Cisneros. Lobo no guardó, sin embargo, un mal recuerdo de los marroquíes, a los que entregó la mina de fosfatos. 'Sus armas eran heterogéneas', pero hicieron gala de la tradicional amabilidad árabe. 'Cuando les invitamos a compartir la cena de Navidad, nos agasajaron presentándose en la jaima con dos grandes borregos empalados'. La cordialidad fue, sin embargo, la excepción. Las crónicas de los periodistas españoles destacados en El Aaiún están salpicadas de pequeños altercados similares al del parador que inciaron al gobernador, Federico Gómez de Salazar, a prohibir la entrada en el establecimiento a todo español que no se alojase allí. Cuenta, por ejemplo, Victoria Marco Linares en El Alcázar cómo los oficiales españoles desistieron de comer en el casino militar de El Aaiún el día en que sus jefes ofrecieron un banquete a los marroquíes recién llegados. Ésta y otros periodistas recogen también los comentarios proferidos por los legionarios que contuvieron a empujones una manifestación independentista de mujeres saharauis tras el desembarco, el 29 de noviembre, del Ejército marroquí en El Aaiún. '¿No comprenden que lo hago por la seguridad de ellas mismas?', se justificaba el legionario. '¿Acaso no están diciendo ellas lo que yo estoy sintiendo?'. Los nuevos administradores tampoco debieron quedar muy satisfechos con la acogida española. 'El Tercio y las bandas armadas [saharauis] asentadas en el barrio de Zemla se aliaron abiertamente para impedir a Driss Basri y al gobernador del Sáhara crear una verdadera administración', sostiene en su libro Attilio Gaudio, un periodista italiano considerado como el historiador oficioso de la descolonización vista por Marruecos. El 8 de enero de 1976, los soldados de la VIII Bandera de la Legión fueron los últimos en salir de la capital del desierto, medio vacía a causa de la huida de buena parte de sus habitantes hacia Tinduf. Algunos vecinos comerciantes que optaron por quedarse hicieron, sin embargo, pingües negocios vendiendo a los marroquíes sedientos de consumo todo tipo de artilugios electrónicos. Cinco días más tarde cesaba la presencia militar española en la antigua colonia cuando zarpaban de Villa Cisneros -hoy en día Djala- los buques Plus Ultra y Conde de Venadito rumbo a Las Palmas. El comandante de la Legión Jerónimo García-Ceballos fue el encargado de entregar a los marroquíes el último acuertalamiento español en el Sáhara. 'Nos habíamos llevado del edificio nuestros utensilios, pero él insistía en que le dejasemos la cocina', recuerda García-Ceballos. 'Le expliqué que sólo podíamos hacerlo si nos pagaban por ello, para así poder comprar otra, a lo que no estaba dispuesto'. La última rabieta de los militares españoles tuvo lugar poco después en el aerodromo de Villa Cisneros, justo antes de que despegasen el Hércules y el Aviocar que trasladó a Gómez de Salazar a Canarias. Tras arriar la bandera, serraron el mástil para que ningún otro estardarte pudiese ondear allí dónde flotó el español. Faltaba aún una última función para acabar la descolonización: la reunión, el 26 de febrero de 1976, de la Yemaa, la asamblea a la que asistieron 58 o 60 notables saharauis -las autoridades marroquíes proporcionaron varias cifras- en la que una decena de oradores se pronunciaron a favor del acuerdo de Madrid mientras el resto del auditorio daba vivas a Hassan II. No hubo rabia, pero sí una gran tristeza, en las palabras de despedida a la Yemaa del gobernador español en funciones, el teniente coronel Rafael Valdés. 'España se va con la retina empapada y con el corazón pleno de vivencias compartidas con los saharauis; pero España se queda siempre con los saharauis en íntima vinculación espiritual'. 'Momento histórico', escribió Pierre-Marie Doutrelat, el periodista que el diario francés Le Monde había enviado al Sáhara. 'Sin embargo, lo que queda de población saharaui en El Aaiún prefirió vacar a sus ocupaciones', pese a la insistencia de los marroquíes para que se congregasen ante la sede de la Yemaa.