Una “aventura” en la Sagia
Tan solo recuerdo una vez en la que disfruté del Sáhara y sus paisajes. Fue en la excursión al interior de la Sagia en la que participamos, según compruebo en las viejas fotos, una decena de soldados, el furriel, dos cabos, un sargento y dos brigadas. Nos acompañaba como guía Bachir uld Sueliki.
Salimos de El Aaiún por la carretera de Smara y, dejando atrás el oasis de Messeied y las carreteras de Edchera y Bu Craa, seguimos por el sur de la Sagia a cuyo seco cauce descendimos largo rato después por uno de los muchos barrancos, allí llamados uadis, solo transitable en vehículos todo terreno. Mirando un muy viejo mapa del Servicio Geográfico del Ejército, quiero suponer que lo hicimos por el Uad Legtaifa y que nuestro destino era la zona de Tigser, en el fondo del cauce fósil.
Pasamos el día charlando, sacándonos fotos y arrancando geodas, unas grandes burbujas minerales formadas por la cristalización del yeso en el interior de la roca, que la erosión había dejado al descubierto en las laderas de la Sagia. En aquel lugar esas laderas eran casi verticales y dejaban a la vista los muy estrechos estratos horizontales, de tonos amarillos y beiges, que habían formado la llanura sahariana. Todavía guardo una de aquellas geodas en la casa de Vera de Moncayo.
Bachir me mostró las graras, zonas donde había un poco de tierra fértil en la que, en cuanto caían unas gotas, brotaba algo de hierba que permitía dar de comer a los menguados rebaños de los nómadas. También crecían unos más arbustos que árboles llamados talhas, cuyas escasas hojas sirven asimismo de alimento a los camellos, que deben sortear las agudas espinas con las que se defienden para no ser completamente defoliados. Bachir me dijo que quedaban pocos saharauis que practicaran el nomadismo; la mayoría se habían afincado ya en las ciudades.
El furriel había descubierto en algún rincón del almacén un viejo salacot, posiblemente de los tiempos de la fundación de El Aaiún. Se lo llevó a la excursión y nos lo fuimos poniendo todos, combinándolo con siroqueras, gafas contra la arena y todas las variantes posibles de nuestro uniforme, en el vano intento de convertir ante el objetivo fotográfico a aquel grupo de oficinistas y conductores en algo parecido a una tropa aguerrida. Guardo una foto mía, vestido de esta guisa, junto a Bachir y otra con Felipe, nuestro perro.
A medio día cociné una paella con leña de talha. Al acabar, Bachir nos habló de la tradición hospitalaria de los nómadas y, como si fuera un cabeza de familia que nos recibiera en su jaima, sacó una amplia bandeja, pequeños vasos de vidrio y un hornillo metálico en el que quemó carbón vegetal para calentar agua en una tetera. Nos hizo tres infusiones de té, siguiendo un dilatado ritual: la primera era amarga como la vida, la segunda suave como la melodía y la tercera dulce como el amor. El creciente grado de dulzor de la infusión lo conseguía añadiendo cada vez a la tetera más trozos de azúcar de pilón, que arrancaba ayudándose de un martillo labrado con primor por algún majarrero. Nunca he vuelto a tomar un té como aquel.
Cuando emprendimos el regreso, felices como niños, se averió el puente trasero del Land Rover más grande, en el que viajaba yo, que se quedó solo con tracción en el eje delantero. Por eso, al atravesar un pequeño banco de arena finísima el coche se atascó y ni tirando con el otro vehículo, ni nuestros empujones, ni las ramas de talha que colocamos debajo de las ruedas fueron suficientes para sacarlo. Los neumáticos giraban en falso levantando chorros de arena mientras el coche se hundía cada vez más. Así que enviamos al Land Rover pequeño a El Aaiún, a buscar cuatro planchas metálicas para colocarlas bajo las ruedas del averiado, de forma que pudieran rodar sobre ellas sin hundirse.
Hacía rato que el sol se había ocultado tras el borde de la Sagia cuando vimos regresar el coche que, con Bachir al volante, venía a rescatarnos. Por fin pudimos mover el vehículo averiado tal como habíamos previsto, pero mucho más despacio de lo que hubiéramos querido porque, una vez que las ruedas, tras superar las dos primeras planchas colocadas en el suelo, estaban sobre las otras dos, había que coger las que quedaban libres detrás y colocarlas delante. Y así una y otra vez hasta que conseguimos sacarlo de aquella arena traicionera. Ya sobre tierra firme seguimos viaje a la luz de los faros pues había anochecido. Cuando alcanzamos la llanura superior, Bachir buscó las huellas que habíamos dejado en el viaje de venida. Pero la noche era tan oscura fuera del pequeño espacio iluminado por los faros y el rastro tan escaso que, un buen rato después, volvimos sobre nuestras propias huellas. Nos habíamos perdido.
Bachir conducía sujetando el volante con una mano, mientras que con la otra sostenía la puerta abierta para poder mirar el suelo. A veces, sin parar, sacaba medio cuerpo fuera del coche intentando captar algún detalle que ninguno de nosotros seríamos capaces de ver, ni siquiera de día. Todavía no me explico cómo lo hizo, pero un par de horas después había localizado las huellas que buscaba, que nos llevaron hasta la mezquina cinta asfaltada de la carretera de Smara.
En el viaje de vuelta el frío nos obligó a abrigarnos con todo lo que pudimos encontrar, pues el aire entraba con fuerza por todas las rendijas de la lona que cubría la parte trasera de aquellos rústicos vehículos militares. Felipe viajaba arrebujado en mi regazo. En algún momento en que el viento me lo permitió miré al cielo y lo descubrí cuajado de estrellas maravillosamente brillantes.
(Texto extraído de mi libro Regreso al Sáhara, Editorial Comuniter, 2020)
Granell Pérez, Luis (02-08-2020)
Infantería. Cuartel General del Sáhara
El Aaiún (1972-1973)
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