“LA ÚLTIMA CERVEZA”
Es martes, 24 de junio de 1975, festividad de San Juan. La voz monótona de Arias Navarro va apagando las escasas esperanzas de reformas políticas. Son las once de la mañana, hora de Canarias. El sol quema sobre la arena del desierto. Me encuentro solo y aburrido ante la tele de la cantina de la base militar de Daora, con una Mahou en la mano. Ya hace más de cuatro meses que llegué a este desierto. Llevo un uniforme descolorido y de estar por casa. Y las nailas, estas insustituibles sandalias que protegen del fuego que sale de la tierra. Me han enviado aquí para defender un territorio del desierto que dicen pertenece a España. Una España que se desintegra poco a poco y que ignora que en el desierto no hay fronteras. Yo no tenía fe en ningún ejército. Y sigo sin tenerla. Y, mientras le voy dando vueltas al asunto, Arias Navarro va hablando y aburriendo. Y yo me voy adormeciendo. El bochorno puede más que la voluntad…
Luis no lo veía así. Luis había elegido la opción de las armas e hizo la carrera militar. Me lo había explicado dos horas antes, en la misma cantina, compartiendo otra Mahou (¿o es que creéis que en el desierto se puede elegir la marca de cerveza?) y cuatro olivas. Luis tenía ilusiones en la carrera militar. Pese a lucir las dos estrellas de teniente, sólo me superaba la edad en un año. Pero él tenía fe en unos valores que, para mí, ya se habían difuminado: patria, bandera, ejercido, milicia,….
Yo creo que no conocía a Luis, que no nos habíamos visto nunca. O tal vez tengo que creer que si, que le conocía, que nos habíamos visto en algún otro lugar o que habíamos coincidido en ninguna parte. No lo se ni lo puedo saber. Luis era una de estas personas que te encuentras en la vida y que sabes que ya las has conocido en otro tiempo y en otro lugar. No deja de ser una certeza, pero se trata de una sensación que no puedes definir…
Y si no había conocido antes a Luis, aquella mañana de San Juan se me había dado a conocer. Tenía ganas de charlar, de explicarme cosas. Tenía una enfermiza necesidad de confesarme su vida, sus ilusiones y, también, sus miedos. Creo que nos hicimos amigos en aquella media hora de conversación.
Ahora Luis ya se ha marchado, conduciendo un Land Rover militar. Le acompaña un sargento, Diego, y tres soldados más: Miguel, José y otro José. En el ejército hay categorías. Luis se ha marchado hacia la zona fronteriza con Marruecos, a reseguir la línea de defensa entre Tah y Negritas. Y yo le había despedido desde la entrada de la base militar. Yo había alzado ligeramente el brazo para decirle adiós. “Nos veremos al atardecer», me dijo, satisfecho de habernos encontrado (o, tal vez, reencontrado). Y yo había alzado ligeramente el brazo por decirle adiós, pues el calor del desierto no permite demasiadas filigranas más. Y, poco a poco, me había vuelto hacia el refugio seguro de la cantina. Pese a las Mahou. Pese al enjambre de moscas hambrientas. Pese al discurso de Arias Navarro. Y, medio adormilado, había ido deslizando mi cuerpo en aquella silla metálica tan incómoda.
Y he contemplado, desde un lugar tan estratégico, mi interior de desesperanza.
He ido contemplando los momentos de mi vida y el contrasentido de verme, ahora, haciendo, sin remedio, el servicio militar. Contemplo aquel día en que decidí estudiar la carrera de medicina y mi estancia en la Facultad. Contemplo las largas horas de estudio, los exámenes, las notas…. – había que alcanzar un mínimo de notable para no perder la beca de sindicatos – Y contemplo el día de la fiesta de graduación, el diploma y la orla, el gaudeamus desentonado, la emoción de unos padres,…
“¡Ya eres médico!” me decían. Y yo me creía un personaje singular. “Soy médico”, repetía. “¡Y tan joven!” repetían, una a una, las amigas de mi madre cuando me pedían un consejo para perder peso. “¡Y con qué notas!” envidiaban los amigos de la niñez.
He contemplo aquel joven estudiante empapado de idealismo que rehuyó hacer milicias universitarias para mantener las excelencias pacifistas. Y he contemplado las reuniones clandestinas en la parroquia de los sacerdotes obreros, y la protesta por tantas barbaridades del franquismo…
Y me contemplo hoy, a mí mismo, hundido en una silla metálica que han pintado no se cuantas veces de color azul eléctrico, enfundado en un uniforme amarillento, jugando a defender un territorio que nunca ha sido mío. Discurre por mi cabeza aquel domingo infausto de noviembre en que la bola de un sorteo va señalaba que mi destino era el desierto del Sahara. Y la desazón de aquel viaje hacia lo desconocido. Y contemplo la sensación de ser un extraño que, al desembarcar en la playa de El Aaiún. Allí un militar de graduación preguntó si había algún civil; que se podía marchar. Yo me tuve que quedar. Y, en hilera, vigilados, hacia el cuartel de Cabrerizas donde me tenían que enseñar el uso de las armas. ¡Había dejado de ser una persona civil!
Contemplo de nueve aquellos días de instrucción. La memoria se esfuerza para borrar los recuerdos ingratos de tantas humillaciones…. ¿Donde estaba mi flamante título de médico? ¿Donde estaban los elogios que habían hecho los profesores de la facultad? ¿Donde estaban mis supuestas cualidades profesionales? Allí, sobre la arena, no había más que un puto recluta que no sabía hacer puntería con el CETME y que nunca tiró una granada como Dios manda.
Contemplo los atardeceres de enero en el desierto, cuando las sombras se alargaban y echábamos cuentas: ya quedaba un día menos. Contemplo la suerte que tuvimos de compartir aquel pequeño libro de pensamientos filosóficos (ediciones Espasa-Calpe); lo leíamos y discutíamos apasionadamente, en un ejercicio apasionado para evitar la claudicación de la neurona. Aprovechábamos aquellas horas vespertinas. Sabíamos que, al día siguiente, después de la diana y el bromuro con chocolate nos esperaba un nuevo día de instrucción. Teníamos la mollera dura. Nos costaba aprender…
Y pienso de nueve en Luis. Pienso en lo que me explicaba esta mañana, ante la Mahou. Quizás es pura envidia hacia la suerte que Luis ha tenido. De pequeño tuvo clara la carrera militar. Creo que su abuelo había llegado a coronel. Sacó muy buenas notas en el Instituto e hizo, con brillantez, la carrera militar a la Academia de Zaragoza. Estaba orgulloso de su jura de bandera: una jura de bandera como Dios manda. Acompañado de toda una familia que exultaba de gozo. Incluso acudió la abuela, la señora viuda del coronel. Y así, hoy, dos estrellas de seis puntas le identifican como teniente del ejercido español, delante el cual, yo, un triste soldado de segunda (es preciso que olvide de una puñetera vez que soy médico), debe cuadrarse. Luis tiene veintiséis años acabados de hacer y una prometedora carrera por delante. Y, por encima de todo, Luis tiene una fe ciega en lo que mandan los de arriba. Obedecer supone un ahorro en razonamiento.
Yo también había jurado bandera. En una jornada tórrida del mes de marzo que recordaba con espanto. “Soldados: hoy es el día más importante de vuestra vida” nos decían. Y nadie se lo creía. Una jornada en que la soledad se hizo resquemor en el alma, en medio de una misa donde Dios fue el único ausente (cuantas veces no saldrá aún Dios en este relato: ¡justifica tantas animaladas humanas!).
Contemplo ahora aquella ceremonia y me veo, de nuevo, simulando el beso a una bandera que nunca habría elegido, jurando por Dios, eso si, derramar por ella hasta la última gota de mi sangre. Aquel día perdí el paso a la hora del desfile. Y todos los que me seguían también se hicieron un lío… Sin proponérmelo ocasioné un pequeño desastre castrense. No hubo represalias. “Suficiente castigo tienen” decían quienes mandaban.
Después de la jura me habían destinado al cuerpo de Sanidad. Y de Sanidad, como “camillero de segunda”, a prestar servicios en la base de tropas nómadas del desierto, a la población de Daora. Veo aún mi llegada, saludando con marcialidad al “brigada practicante”, mi superior más inmediato, mientras los soldados, con la piel curtida por el sol y el siroco, me tomaban las medidas.
Luis había optado por la artillería. Tras su interés por la física, se escondía una afección oculta por las bombas y los cañones. Y lo destinaron a la División Acorazada Brunete. Pero tenía una inquietud y una desazón: escalar posiciones dentro el ejército. Por ello no tuvo ninguna duda cuando pidieron voluntarios para ir a defender el Sahara. Era una oportunidad de oro para ganar puntos hacia al ascenso y para ganar un esmirriado sobresueldo.
Tal vez yo envidiaba este espíritu militar de Luis. O, seamos francos, no le envidiaba nada. O, dicho de otra manera, entendía que, en aquella situación, esta afición por la milicia actuaba como factor de adaptación a las raquíticas condiciones de vida y a la austeridad que imponía el desierto. Yo ya tenía suficiente con ser, oficialmente, un “camillero de segunda”. A pesar de que, en reconocimiento de mi currículum, me llamaban “soldado médico”. Casi un título nobiliario. Pero nunca sentí aquel gusano que, dicen, te hace aspirar a llevar algún galón. Ni que fuera la cinta roja de “camillero de primera”.
Arias Navarro sigue hablante. Monótono. Que nadie se haga ilusiones sobre un pretendido espíritu democrático que parecía un hecho en el discurso del doce de febrero. No. Aquí no hay cambios. Los cambios no son buenos para nuestro país. Y es preciso que el pueblo aprenda aún más la lección de la historia. Habla de unas asociaciones políticas “made in Spain” y anuncia una ley contra el comunismo…. ¿A quien puede interesar? No le sigo. Prefiero mi amodorramiento, ahora ya medio acostado en la silla azul, arropado por el zum-zum de las moscas.
Luis se había casado el pasado mes de enero. Creo que en Madrid. Y supongo que con una hija de militar, a pesar de que este detalle no pasa de ser una simple suposición. No tuvieron demasiado tiempo para un viaje de novios como corresponde. Y, ya que al Sahara no se admitían civiles, su mujer se había quedado en Gran Canaria. Siempre era más fácil hacer alguna escapadita. No se habían planteado tener hijos. Las circunstancias del servicio no dejaban tiempo para pensar en ello. Luis estaba satisfecho de su matrimonio. Sonreía al hablar de su mujer. No recuerdo su nombre. Tal vez no me lo dijo. Lo que si me había comentado es que su mujer está hospedada en el Parador nacional de El Aaiún desde el pasado domingo. Por ello espera con ilusión el atardecer. Una vez finalizada la misión de reconocimiento, y después de pasar por Daora (me ha prometido compartir otra Mahou), cree que tendrá permiso para ir al Parador con ella. Se pirra por este atardecer…
Me aturullo. Ni estoy casado ni estoy enamorado. Y no es que lo eche en falta en este desierto. Es que ni tan solo tengo nadie que me escriba palabras bonitas desde la península. Quizás sea mejor así.
Los que están más comprometidos con una mujer se lo pasan peor cuando esperan la carta que nunca llega. Me escribe, de vez en cuando, Mari Carmen, de Pamplona. Nunca le he hecho demasiado caso. Y recibo alguna carta de Teresa. Siempre tan emotiva y circunstancial. Pero sin fondo de realismo. No me lo quiero creer, pero lo se. Me hace gracia Teresa, pero ya me dio calabazas hace un año, cuando acabé la carrera. Calabazas en forma de palabras bonitas. Siempre cuidando las formas. Pero que no dejan de ser calabazas.
Pese a tener un espíritu indómito hacia el ejercido y pese a considerarme pacifista, Luis me ha causado una grata impresión. Tal vez por su bonhomía. Al conocer mi historia personal no ha permitido que el tratase de usted ni ha aceptado que me cuadrase ante él, ni me pusiera a sus órdenes. Me ha dado a entender su visión de la vida militar: todos somos personas humanas que jugamos un gran juego en aquella situación. Y que cada uno de nosotros ocupa su lugar, como si fuésemos fichas en un inmenso tablero de ajedrez. La única particularidad es que detrás de cada ficha se esconde la guadaña de la muerte; nadie sabe si le tocará.
Hace calor. Ha entrado más gente en la cantina. Se sientan también ante el televisor. Todos escuchan, nadie habla. Cada uno de nosotros siente una reacción distinta ante aquel discurso del Presidente del Gobierno. Pero no se comparten los sentimientos. Hay miedo. Nadie sabe como puede acabar eso.
El tartamudeo de la voz del capitán me ha sacado del amodorramiento. El capitán es valenciano, hombre de gran cultura. Por las tardes, a menudo, hacemos una partida de ajedrez a la sombra. También me permite el tuteo. Y yo le dejo ganar las partidas. O tal vez es cierto que le dejo ganar: sencillamente sé que él juega mejor que yo.
“Me-me-medicucho, ¡ven!”
“A las órdenes de usted, mí capitán”.
La emoción empeora su inveterada tartamudez y me complica la posibilidad de entender lo que me dice. Pero no hay duda. Un Land Rover ha volcado en medio de las dunas y parece que hay heridos. Es preciso organizar una patrulla para ir a socorrerlos. No me cuesta demasiado: Tengo siempre a punto el botiquín de primeros auxilios. Me lío el amplio turbante en la cabeza y me ajusto las gafas de sol. Con el “brigada practicante” salimos hacia el lugar del accidente. Vamos en un jeep del ejército, y nos sigue un coche de escolta. El conductor corre. Nos han dicho que era urgente nuestra presencia. Miro el reloj: son casi las once y media. El sol casi ha llegado a su cenit tropical.
Las distancies del desierto son de difícil cálculo. Pero imagino que hemos avanzado unos ocho kilómetros hacia el norte, cuando vemos una columna de humo negro que sube hacia el cielo. Pienso que no puede deberse al vuelco de un coche. Y, sin tiempo para comunicar, ordenadamente, mis impresiones al “brigada practicante”, se nos acerca un Land Rover que nos hace señales con las luces insistiendo para que paremos.
“¿Lleváis médico y botiquín”?
Pregunta el conductor del vehículo. Veo una estrella de ocho puntas y respondo diligente:
“Yo soy médico, mí comandante. Y llevo botiquín. A las órdenes de Usted, mí Comandante”.
Nos ha hecho subir al Land Rover. A la parte trasera yace un hombre. Inmóvil. ¡Es Luis! No me lo puedo creer pero tampoco tengo opción de hacer preguntas. La autoridad del Comandante es contundente: el teniente está herido, sin conocimiento, y yo tengo el deber de reanimarlo. Y, mientras da las órdenes, aprieta el acelerador para dirigir el coche hacia la Sala Avanzada (hospital militar) de El Aaiún.
Busco febrilmente el pulso de Luis y no lo encuentro. Busco el latido de su corazón, pero mi estetoscopio me responde desde un sepulcral silencio. Palpo su bombeado abdomen y siento el escalofrío de unas vísceras que han reventado a consecuencia de la onda expansiva….. Aquel hombre está muerto…
“No está muerto, ¡cojones! Reanímalo ya. ¡Es una orden!”
Puedo entender el nerviosismo y la frustración del Comandante. Pero no puedo hacer milagros. Miro, con tensión interna, al “brigada practicante” y él me vuelve una mirada que lo dice todo desde el silencio: es preciso obedecer. Es preciso obedecer siempre. Es preciso obedecer aunque sea desde el absurdo. Y, en este momento, soy el médico.
He optado por respirar a fondo e informo al Comandante que, con su permiso, haré un último intento de resucitación: la inyección intracardíaca de adrenalina. Si no hay respuesta, habrá que aceptar su muerte.
Cargo una jeringuilla con diez mililitros de adrenalina, la conecto a una larga y gruesa aguja hipodérmica, desinfecto (¿había que hacerlo?) la zona del pecho con alcohol, y, a través del espacio intercostal, voy profundizando hasta llegar al corazón. No hay latido, no hay presión de sangre. Pero inyecto el contenido entero y rezo…. no hay respuesta. ¡Luis está muerto!
“Mí Comandante, lamento comunicarle que el teniente Gurrea no ha respondido a la inyección de adrenalina. Debo comunicarle la muerte clínica del paciente”
He querido hablar con profesionalidad. Y lo he hecho con corrección. El Comandante ha mandado detener el coche y nos ha hecho rezar un padrenuestro. Son las doce del mediodía del día de San Juan del año 1975. Tengo un nudo en la garganta y, en este momento, no puedo recordar como se llora. Siento rabia, pero no sé hacia donde dirigir los puños. Me siento desvalido y solo…
¿Que ha pasado?, consigo preguntar.
El Land Rover que conducía Luis ha pisado una mina y ha explotado. El impacto de la mina y la explosión del armamento y del depósito de gasolina ha causado la muerte inmediata de los cinco ocupantes del vehículo. Los otros cuatro están calcinados sobre la arena del desierto. Luis habría muerto debido a la onda expansiva pero no lo ha alcanzado el fuego.
Ya no había que ir a la Sala Avanzada. Ahora el Comandante dirige el coche hacia nuestra base. Yo enfoco la mirada en aquel rostro que, apenas tres horas antes, me sonreía desde la seguridad del camino escogido. Aquél Luis lleno de vida que yo había despedido a la entrada de la base militar, alzando ligeramente el brazo por decirle adiós; era Luis, el que me había dicho que nos veríamos al atardecer, y que ardía en deseos para volver al Parador de Turismo y abrazar a su mujer, el nombre de la cual yo no recordaba, y que en, estos momentos, ya era viuda.
La llegada a la base ha sido dolorosa. La muerte, vista de cerca, siempre causa impacto. Pese a creernos invulnerables desde la seguridad de unas armas más potentes que los del hipotético enemigo. Atrevidos y curiosos, los soldados se acercan. Y después se tapan la cara. En la litera donde yace Luis podría yacer cualquiera de ellos. Y, uno a uno, cada uno desde su interior, reviven momentos de incertidumbre durante los días de patrulla en el desierto. Muchos sollozan. No saben hacer otra cosa. No pueden hacer nada más.
Hemos llevado a Luis hasta mi habitación, en la enfermería de la base. Y lo hemos acostado, con cuidado, en mi cama. Todos han ido marchando. Hay trabajo a la base. Y la visita de la muerte siempre incomoda. Es preciso preparar el traslado a los cuarteles de El Aaiún. No saben ni como ni cuando será.
Y me han dejado solo. Solo, acompañado del cadáver de un hombre que, pocas horas antes, había descubierto como un posible amigo.
Ahora debo actuar como un buen profesional de la milicia sanitaria, un efectivo “camillero de segunda”. Y el reglamento habla de recoger los muertos, arreglar-los, enterrarlos, y dar el pésame a las familias. Las circunstancias no me permiten seguir todo el protocolo. Me tendré que conformar con unos mínimos.
E intento imponer algo de orden en el desorden que queda de aquel hombre que ha perdido el aliento vital con que había empezado el día. Aseguro que los ojos y la boca queden bien cerrados. Cruzo sus manos sobre el pecho y le extraigo el anillo de oro que durante los últimos cinco meses le ha recordado sus esponsales. Recojo un bolígrafo BIC y unos papeles del bolsillo de su camisa. Y la cartera. No resisto la tentación de mirar en su interior y conocer, por foto, a su viuda. No he recordado su nombre, ni sé si me lo dijo. Pero hoy la conozco. Cabellos castaños y una sonrisa que, en estos momentos, ya se debe haber transformado en rictus de tragedia. Lo he guardado todo en un sobre grande y lo he cerrado. Son los objetos personales. Y, para acabar el trabajo, le he peinado sus cabellos. He peinado de nuevo la raya que llevaba esta mañana. Y le he rociado con un poco de agua de colonia de la mía…..
No se que hacer. No tengo apetito de ir a comer ni tengo ganas de hacer nada más que sentarme y contemplar la imagen del hombre caído. Uno y tantos hombres caídos en aquel desierto y en todos los desiertos del mundo. Pues el odio transforma las vidas en desiertos. El desierto de la guerra que justifica la fabricación de armamento.
Y me pregunto qué cojones hace nuestro país en aquel desierto que no es de nadie ni tiene fronteras. ¿Donde están las huellas de una supuesta civilización que se haya podido exportar desde la península? ¿Donde están las cifras que justifican una acción cultural eficaz y digna cerca del pueblo nómada? No acierto a encontrar respuesta a mis interrogantes. Pero la imagen de Luis, inerte, y ya casi frío, definitivamente muerto, hace desfilar ante mi imaginación a tantos muertos caídos en este territorio y en el de Ifni, hoy ya entregado a Marruecos. ¿De que ha servido tanto sacrificio? ¿De que ha servido tanta sangre derramada?
¿Que has hecho, Luis, con tu vida? ¿Donde están las ilusiones de esta mañana? Yo te esperaba por la tarde, para compartir una Mahon y unas olivas de “La Española”. Pero te has avanzado y has vuelto a la base antes de hora. Mejor dicho, no has vuelto; te han devuelto. Y ahora no te puedo ofrecer la Mahou ni me puedes explicar qué se ve desde la frontera con Marruecos. Ni podemos hacer una valoración, confidencial y secreta, del discurso del Presidente del Gobierno. No. Ahora todo ha cambiado. Tú eres muerto. Y yo sigo vivo. La mina iba a por tí. A mí, que pasé por el mismo lugar el domingo pasado, me ha respetado la vida. ¿Es el destino? Si es así, el destino es muy cruel.
No escucho sus pasos cuando entran en la habitación. El capitán, esta vez, me perdona que no me levante y me cuadre. Sabe que lo hago siempre. Pero entiende mí abatimiento. Entra más gente. Soldados a quien no conozco. Y un teniente. Vienen a buscarte, Luis. Te llevarán a los cuarteles de la Agrupación de Artillería Autopropulsada (le llaman ATP XII) y allí te rendirán honores militares. Con una misa que oficiarán los sacerdotes castrenses (¿estará Dios presente en esta ocasión?), despedirán este cuerpo que ahora aún contemplo. Y te condecorarán con una Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo. Y la banda de música de la legión interpretará el toque de oración. Habrá una corona de laurel. Y el Gobernador General dará el pésame a tu viuda. Yo no estaré allí. Tampoco lo quisiera. Prefiero esta última imagen tuya, tan plácida, sobre la cama donde intentaré dormir esta noche. Sabes bien, y aún te lo recordaba esta mañana, que me confieso poco entusiasta del espíritu militar.
He cubierto tu cuerpo con una sábana blanca y ellos te han puesto de nuevo sobre la litera. Y así te han llevado hasta la pista de baloncesto donde ha aterrizado el helicóptero. Yo sigo detrás de ti. Encabezo el duelo. También siguen el capitán, los tenientes, los sargentos y toda la milicia. Te han rendido unos honores que ya no te aprovechan.
Mi misión acaba cuando entrego tu cuerpo al Comandante Muñoz Grandes (hay nombres que se repiten miles de veces en la historia de cada cual…) que pilota personalmente el helicóptero. Allí hay también los restos carbonizados de tus compañeros ce coche y de infortunio. Están liados con mantas y aún apestan a humo y carbonilla.
Me retiro. El helicóptero despega y se aleja hacia El Aaiún. Agachada la cabeza, volvemos hacia la base. No hablamos. Tampoco lloramos. Tan solo vivimos, que ya es mucho.
Hoy la noche se ha hecho esperar. El sol no quería acabar de desaparecer por detrás la última duna. Pero por fin avanza la oscuridad de la noche. Y el cielo se llena de estrellas. Es la imagen de cada noche. El desierto permite tener la ilusión de que las estrellas están más cerca que nunca. Y esta noche, en que no hay luna, es mayor aún el número de estrellas.
He salido al desierto para contemplar la noche. Me he sentado sobre la arena y he alzado la cabeza. El frescor de la noche devuelve la esperanza de una vida que no se ha acabado de quemar del todo. Y me vienen a la memoria unas palabras que Saint Exupéry (él tenía una amplía experiencia de noches en el desierto) pone en boca del Principito:
“Cuando llegue la noche, mirarás las estrellas. La mía es demasiado pequeña para que te pueda señalar donde está. Es mejor así. Para ti mi estrella será una de las estrellas. Entonces, te va a gustar mirártelas todas, las estrellas…. Todas serán amigas tuyas….
Cuando mires el cielo, de noche, ya que yo viviré en una de las estrellas, ya que reiré en una de las estrellas, para ti será como si todas riesen. ¡Tendrás estrellas que saben reír!….
Y cuando te hayas consolado (siempre acabamos consolándonos) estarás contento de haberme conocido”
Son unas palabras que quieren hacer siempre presente aquello que ya es irremisiblemente ausente. Las aprendí de memoria en mi juventud y siempre me han acompañado. Y me han ayudado a aceptar tantas ausencias, tantas pérdidas, tantos muertos…
Esta noche, sentado sobre la arena del desierto, las estrellas me sirven de consuelo.
No sé ver cuál es tu estrella, Luis, pero estoy feliz de haberte conocido. ¡Pese a haya sido tan breve nuestro encuentro!
Seguiré un rato haciendo silencio y contemplando.
Odiaré las guerras, todas las guerras, y todas las ocupaciones militares…
Y después me iré a dormir.
Mañana será otro día.
En recuerdo de Luis Gurrea Serrano, Diego Cano Nicolás, Miguel Casanova Carbonell, José Otero Amueda, y José Porcar Escriba, con quienes compartí una cerveza aquella última mañana de sus vidas.
Cornellà i Canals, Josep. (GI) 13-01-2010
Sanidad.
Daora. 1971-1972
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